domingo, 14 de septiembre de 2008

6.1.- ¿QUE ES LA FAMILIA?


Es preciso definir el núcleo de la existencia familiar, pues es el punto en el que habremos de incidir para elevar el nivel y la eficacia de las actividades de cualquier familia que aspire a ser lo que por esencia le corresponde.
En principio, determinar la sustancia y el objetivo de la institución familiar no parece complejo. Juan Pablo II los ha señalado con insistencia y claridad: «En una perspectiva que además llega a las raíces mismas de la realidad, hay que decir que la esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor. Por esto la familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor». El amor, por tanto, define y fundamenta la institución familiar; y el amor en su acepción más noble: de amistad o benevolencia. Pero, ¿entre quiénes? EL NÚCLEO PRIMORDIAL Primero los padres. Es frecuente que los padres no sientan la necesidad de formarse mejor hasta que alguno de los hijos plantea dificultades que los superan.
Acuden entonces al centro educativo para hablar con el preceptor o se inscriben en un curso de orientación familiar. El «problema», por decirlo con dramatismo, es el hijo.
Aquí, los cónyuges deben comprender que toda su actividad paterna resultará inútil hasta que, en el seno de la familia, no dirijan su mirada e influjo renovador hacia ellos mismos: son los padres quienes deben cambiar en primer término para provocar un perfeccionamiento en sus hijos. Cualquier progreso en la vida familiar es fruto de una modificación en la vida de los cónyuges, que se implican más, y más decididamente, en el seno del propio hogar. Sin ese radical compromiso, todo resulta inútil.
La familia es insustituible para la maduración y existencia de la persona en cada uno de sus niveles de desarrollo: desde la indigencia absoluta del recién concebido, pasando por la inseguridad y las dudas del niño o el adolescente, hasta la aparente firmeza autónoma del adulto, la plenitud del hombre y la mujer, y la fecunda pero frágil riqueza del anciano.
Desde este punto de vista, es imprescindible indicar a los padres que la familia es necesaria, no sólo para que sus hijos se perfeccionen; sino también, ¡y antes!, para que ellos —el padre y la madre—se santifiquen como personas (que es el objetivo terminal de cualquier existencia humana, sin cuyo logro no alcanza sentido).
La idea de la familia-refugio ha ocupado un papel preeminente en la sociedad occidental desarrollada: el ámbito familiar resultaría indispensable como remedio para la debilidad del ser humano y justo en la proporción en que sus miembros se encuentran necesitados de protección y apoyo. Pero esto, que no carece de verdad, no es lo más serio que puede afirmarse de la familia.
El hecho de que el Dios creador del Universo se nos haya revelado como familia, da una certera pista a la hora de ponderar las relaciones entre familia y persona. Si la Trinidad personal de Dios, en quien no falta ninguna perfección, «tiene que» constituirse como familia, queda claro que ésta no deriva de indigencia alguna, sino, al contrario, de la plenitud del ser personal que, por naturaleza, está llamado al don, a la entrega, y requiere un hábitat adecuado para poder ofrendarse. Análogamente, la persona humana está más llamada a entregarse conforme más se plenifica. Por eso, cuanto más perfecta es una persona, tanto más necesita de la familia como el ámbito en el que, sin reservas ni trabas, puede dar y darse. Por encima de todo, la familia.
Respecto a semejantes verdades, la orientación de Juan Pablo II no puede ser más diáfana: «El hombre, por encima de toda actividad intelectual o social por alta que sea, encuentra su desarrollo pleno, su realización integral, su riqueza insustituible en la familia. Aquí, realmente, más que en cualquier otro campo de su vida, se juega el destino del hombre».
Los padres pueden fácilmente caer en la cuenta de que equivocan el rumbo cuando —aun con la mejor de las voluntades— descuidan la atención directa e inmediata a los demás miembros de su familia, para dedicarse a otros menesteres, profesionales o sociales, en los que incluso alcanzan éxito absoluto. Porque ese triunfo no es capaz de ahogar la desazón íntima que les asalta siempre, en los momentos más humanos, por desatender el círculo familiar, en el que habrían de encontrar «su realización integral, su riqueza insustituible». Además de desatender al cónyuge, delegará en él la educación de los hijos o, cuando el otro consorte busque su propia realización fuera de casa, los encomendará a otras instituciones —colegio, club juvenil—, cuya misión es subsidiaria respecto a la de los padres y cuyo influjo eficaz en los chicos se torna limitado y epidérmico.
Los padres deben ver con claridad que la familia resulta imprescindible para el íntegro desarrollo de sus hijos, porque en primer término lo es también para él o ella como cónyuge y como padre o madre. Un padre insatisfecho por no desarrollarse en plenitud dentro de su propio hogar, no puede aportar auténtica vida ni apoyo sólido a sus hijos, que en ese hogar encuentran también la principal palestra para su robustecimiento personal y la base ineludible para el despliegue enriquecedor en cualquier otra esfera de su vivir. AMOR QUE SE DESBORDA.
. Centremos ahora nuestra atención en la necesidad que el padre y la madre tienen de la familia en función del crecimiento y la mejora de sus hijos. Con otras palabras: para cumplir sus deberes paternos, los componentes de un matrimonio no han de dirigir en primer lugar su atención hacia los hijos, sino hacia el otro cónyuge. Y la razón es muy simple: la primera —y casi única— cosa que un hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran entre sí. Se trata de una idea desarrollada con brillante sencillez por Carlos Llano: como la educación de los hijos no es sino la más genuina expresión del amor paterno, y como este amor no puede ser, a su vez, sino el despliegue del cariño entre los esposos, el que los cónyuges se amen de veras constituye la clave esencial, y casi el todo, de su misión dentro de la familia.
La marcha de la familia, en cada uno de sus componentes, está definida, casi completamente, por el amor que se ofrenden los padres. La calidad del amor familiar —del paterno-filial y del fraterno— está determinada por las características y la categoría del hábitat que origina el cariño de los cónyuges. Fuera de ese ambiente es muy difícil, si no imposible, que un muchacho se desarrolle pertinentemente.
Y el centro escolar o el club juvenil, a duras penas colmarán el déficit causado por el vacío de amor de los padres. Dentro de este contexto, me parecen concluyentes y luminosas las convicciones expresadas por Ugo Borghello: «Cuando se trae a un hijo al mundo, se contrae la obligación de hacerlo feliz. Para lograrlo […] existe sobre todo el deber de hacer feliz al cónyuge, incluso con todos sus defectos.
Para ser felices, los hijos necesitan ver felices a sus padres. El hijo no es feliz cuando se lo inunda de caricias o de regalos, sino sólo cuando puede participar en el amor dichoso de los padres. Si la madre está peleada con el padre, aun cuando luego cubra de arrumacos a su hijo, éste experimentará una herida profunda: lo que quiere es participar en la familia, en el amor de los padres entre sí. En consecuencia, engendrar un hijo equivale a comprometerse a hacer feliz al cónyuge».
El derecho esencial de los hijos Como consecuencia de ese querer recíproco, y apoyados en él, los padres podrán enderezar un afecto profundo y vigoroso hacia cada uno de los hijos. ¿Cuáles han de ser las características de tal amor? De acuerdo con la ya clásica descripción aristotélica, se ama a una persona cuando se procura y se le ofrenda lo que es realmente bueno para ella. No lo que viene a suplir la falta de auténtica dedicación al ser querido, sino lo que efectivamente lo hace crecer, lo mejora, lo perfecciona. A este amor nuestros hijos tienen un derecho absoluto. Pero no tienen derecho, porque implicaría una falsificación del genuino cariño, ni al premio desmesurado por las buenas calificaciones, ni a la paga desmedida, ni a la moto o al coche cuando todavía no son responsables en otros ámbitos de su existencia, etcétera. Porque a lo único que éstos tienen derecho es ¡a nuestra propia persona! O, si se prefiere, a lo más personal de nosotros: a nuestro tiempo, dedicación, interés, a nuestro consejo, a nuestro diálogo, al ejercicio razonado de nuestra autoridad, a la fortaleza para no flaquear cuando —por obligación inderogable— hemos de hacerles sufrir para provocar su maduración, a nuestra intimidad personal, a introducirse efectivamente en nuestras vidas...
Una hija que va creciendo —por ejemplo—, tiene derecho a que su padre le dé a conocer a su madre como mujer, a través de sus ojos de marido enamorado. Lo cual alimentará el cariño y la admiración de la joven por la madre, la confianza entre padre e hija; y también la preparará para su vida de relación con los chicos y su posible futuro como esposa y madre. De igual forma, desde muy pronto y más conforme pasan los años, los hijos severán enriquecidos cuando los hagamos partícipes de nuestros problemas personales no sólo en la medida en que estén capacitados para conocerlos, sino cuando sinceramente les pidamos su opinión y consejo.
Esta rigurosa relación interpersonal, en la que, por expresarlo de algún modo, «bajamos la guardia», les es asimismo debida en justicia, por cuanto resulta imprescindible para su crecimiento eficaz.
Todo lo que sea «intercambiar» esa entrega comprometida por regalos o concesiones irresponsables, equivale, en el sentido más fuerte y literal de la expresión, a comprar a nuestros hijos y, como consecuencia, a prostituirlos, tratándolos como cosas y no como personas.
Esto, dicho sea de paso, destruye cualquier ambiente familiar, porque la lógica del «intercambio», del do ut des mercantilista e interesado, es lo más opuesto a la gratuidad del amor que debe imperar en el hogar.
Confiar sin fingimientos Lo que el cariño hacia los hijos exige es que nos pongamos personalmente en juego, que estemos dispuestos a sufrir para poder amar y cumplir el cometido esencial que por naturaleza nos corresponde. Son muchísimas las personas que aseguran en la teoría y en la práctica esta ley fundamental: en la actual condición del ser humano, el sufrimiento, el dolor, es un medio imprescindible para purificar nuestro amor.
Tenemos un ejemplo paradigmático en Jesucristo. Baste con añadir estas palabras de Juan Pablo II: «En la intención divina los sufrimientos están destinados a favorecer el crecimiento del amor y, por esto, a ennoblecer y enriquecer la existencia humana. El sufrimiento nunca es enviado por Dios con la finalidad de aplastar, ni disminuir a la persona humana o impedir su desarrollo. Tiene siempre la finalidad de elevar la calidad de su vida, estimulándola a una generosidad mayor».
El proceso educativo, que es siempre fruto del amor, no puede concretarse sin una dosis de sufrimiento propio y ajeno. Ya que el amor —es una de las pocas verdades que entrevió claramente Freud— torna vulnerables a quienes aman.
Todos los que nos movemos en estas lides sabemos bien que sin confianza recíproca, cualquier intento de formación es vano. Pero se nos escapa a veces que semejante crédito debe ser real, sin fisuras, y justamente con ese hijo que nos plantea más problemas y en los aspectos en que más deja qué desear. Ahí, precisamente, es donde hemos de depositar nuestra esperanza, sin fingimientos, confiando con toda el alma en que el chico o la chica, dispuesto a luchar con todas sus fuerzas, podrá vencer, con la ayuda de Dios y con nuestro pobre auxilio. Y si fracasa, nosotros fracasamos también con él; y, echando mano de nuestros mayores recursos, nos rehacemos del fracaso y del dolor, rehacemos al muchacho, y volvemos a depositar en él toda nuestra confianza, sincera y eficaz.
Sólo en semejante clima, incompatible con la despreocupación «ocupadísima» de quien no encuentra tiempo más que para sus actividades personales, es posible el crecimiento de nuestra familia.
Tanto en el interior del matrimonio como en las relaciones paterno-filiales, lo decisivo es «soportar», en el sentido vigorosamente solidario de servir de apoyo por amor.
Es lo que, elevando con fuerza el punto de mira, expone san Josemaría Escrivá: «Si tuviera que dar un consejo a los padres —escribe—, les daría sobre todo éste: que vuestros hijos vean […] que procuráis vivir de acuerdo con vuestra fe, que Dios no está sólo en vuestros labios, que está en vuestras obras, que os esforzáis por ser sinceros y leales, que os queréis y que los queréis de veras.
Es así como mejor contribuiréis a hacer de ellos cristianos verdaderos, hombres y mujeres íntegros, capaces de afrontar con espíritu abierto las situaciones que la vida les depare, de servir a sus conciudadanos y de contribuir a la solución de los grandes problemas de la humanidad, de llevar el testimonio de Cristo donde se encuentren más tarde, en la sociedad».
EN EL NÚCLEO DEL NÚCLEO
Un cambio de actitud personal... Insistamos, todos los problemas educativos son, en última instancia, cuestión de(falta de) buen amor. Así, resulta relativamente claro cómo debemos comportarnos ante las situaciones menos favorables que pudieran darse en el hogar: hemos de mirar, antes que nada, hacia nosotros mismos, hacia cada uno,para mejorar nuestra actitud, nuestras disposiciones y el calibre de nuestro querer.
La resolución de cualquier dificultad familiar encuentra por lo regular su punto de partida y su motor insustituible en un cambio estrictamente personal, que trae como consecuencia una elevación en la categoría y enjundia del amor recíproco.
Examinaremos el asunto sólo en lo relativo a la vida conyugal. Y, con el fin de arribar a un resultado satisfactorio, recordaré:
a)que la esencia del matrimonio es el amor;
b)que el momento resolutivo de todo amor es la entrega;
c)que esta se configura peculiar e intensamente entre los esposos, pues cada uno se ofrenda sin condiciones al otro, al tiempo que lo acoge sin reservas. Por tanto, la clave del éxito matrimonial consiste en liberarnos de las ligaduras que nos atan al propio yo, posibilitando una dádiva cabal y cada vez más intensa a nuestro cónyuge; y, a la par, en desprenderse y vaciarse de uno mismo para dar cabida en nuestro interior al ser querido.
Lo sugiere con agudeza José Pedro Manglano: «Los encendidos sentimientos del amor-enamorado van remitiendo en la medida en que el antiguo "Yo" vuelve a manifestarse vivo y a reclamar sus "derechos" y preferencias, su egoísmo.
En los primeros momentos, el yo se postraba y sometía voluntaria y alegremente ante el amado, pero pronto vuelve a levantarse. Parecía vencido y muerto por el arponazo del amor, pero resulta no estarlo tanto».
Esa es la auténtica traba para el despliegue perfectivo y la felicidad del matrimonio y de la vida familiar: los presuntos «derechos del yo»; o, con expresión de san Josemaría Escrivá: «la soberbia», a la que califica como «el mayor enemigo de vuestro trato conyugal».
Ahí, por tanto, debemos incidir cuando intentemos reformar el hogar. Se trata de un punto poco considerado, porque en las situaciones de crisis, y en los momentos menos dramáticos de roces o pequeñas incomprensiones cotidianas, lo instintivo es advertir los déficits de los demás, ignorando o poniendo entre paréntesis los propios.
Por eso, conviene prestar atención a estas tres sensatas advertencias de Borghello:
1. «Ante cualquier dificultad en la vida de relación todos deberían saber que existe una única persona sobre la que cabe actuar para hacer que la situación mejore: ellos mismos. Y esto es siempre posible. De ordinario, sin embargo, se pretende que sea el otro cónyuge el que cambie y casi nunca se logra».
2.«Resulta decisivo tener una voluntad radical de don de sí al otro. A menudo los cónyuges juzgan y "miden" el amor del otro, el don del otro, perdiendo de esta manera el don de sí incondicionado. El don de sí sólo puede exigirse a uno mismo. El del cónyuge es un problema suyo, de saber amar. Pero no se logrará exigiéndoselo, sino creando un clima de donación».
3. «Es inútil y contraproducente pretender en nuestro interior que el otro o la otra cambien del modo en que yo lo digo y porque yo se lo digo. Cabe favorecer y ayudar la mejora, pero no "pretenderla". Lo que tenga que ocurrir ha de valorarlo el otro o la otra».
El principio, por tanto, no puede presentarse más neto, y es el propio Borghello quien lo enuncia: «si quieres cambiar a tu cónyuge cambia tú primero en algo». Y explica: «Siempre existe algo [...] en que yo puedo mejorar.
Por lo común basta que yo lo haga para que la otra persona también cambie. Si no sucediera así, después de algunos días de mudanza real por mi parte, es conveniente hablar [...]
Lo importante, con el arte del diálogo, es que cada uno reconozca las propias deficiencias sin necesidad de encarnizarse en las de la pareja.
Quien no haya jamás probado a modificar el propio modo de obrar para ayudar a los demás a hacerlo, basta que lo intente y advertirá de inmediato una mejoría perceptible»… y en ocasiones asombrosa.
Se trata de un extremo aplicable no sólo a las situaciones más o menos complicadas, sino a todas aquellas que convierten nuestras casas —con expresión de san Josemaría— en ténticos «hogares luminosos y alegres».
La médula de una vida familiar lograda está entretejida por multitud de costumbres gozosas, que sofocan los momentos de tirantez y los pequeños rifirrafes que nunca están del todo ausentes. Por ejemplo: los detalles, también materiales, que dan intimidad y relieve a los días de fiesta; los regalos de los más pequeños a los familiares cuando celebran sus santos o cumpleaños; etcétera.
Esas y otras muchas tradiciones deben mantenerse para elevar progresivamente el tono de nuestros hogares. Y, cuando alguna de ellas parezca languidecer, es la propia reacción personal, con un compromiso ¡mío! más alegre y rejuvenecido, la que debe sacarla a flote.
Y con esta última advertencia nos situamos de nuevo en lo que considero el núcleo de los núcleos de toda labor orientadora: comprender que la clave para superar 99% de los problemas del hogar consiste en empeñarse personalmente —¡cada uno!— por aquilatar la categoría de su amor; olvidándose de sí y poniendo en sordina los propios «derechos».
Luchando por modificar nuestra conducta, haciendo más tersa y eficaz nuestra entrega, se enriquecerá antes que nada la vida conyugal y, potenciada por ella, la del conjunto de la familia; y, a la larga, la de la entera Humanidad. ...para transformar el mundo.
Casi en los inicios de su pontificado, en 1979, Juan Pablo II asentó este principio esclarecedor e incuestionable: «Cual es la familia, tal es la nación, porque tal es el hombre».
Y hace también más de un lustro que me esfuerzo en mostrar que, en efecto, de lo que hagamos en el seno del hogar depende no ya la buena salud de nuestros respectivos países, sino la de la Humanidad en su conjunto.
Los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, más allá de los horrores que todos lamentamos, conllevan por fuerza algunas consecuencias positivas. Por una parte, muchísima gente de buena voluntad se ha sentido interpelada y se pregunta qué puede hacer, cada uno, para poner fin a una situación que ha mostrado su rostro más sombrío.
Por otro lado, resulta cada vez más patente que los «recursos institucionales» —política, organismos públicos nacionales o internacionales, violencia más o menos controlada— son insuficientes para remediar una debacle que exige, por el contrario y urgentemente, una auténtica conversión de los corazones: de cada uno, de todos.
Estimo, por eso, que el momento es muy oportuno para poner en primer plano lo que aquí he denominado el «núcleo» de la orientación familiar: que ennoblecer la calidad del propio amor, antes que nada en el interior del matrimonio, es importantísimo y goza de una eficacia insospechada para el perfeccionamiento de las relaciones entre todos los hombres. En tal sentido, resultan casi proféticas, y tremendamente operativas, las afirmaciones que Juan Pablo II hizo en uno de los jubileos de las familias: «Al ser humano no le bastan relaciones simplemente funcionales.
Necesita relaciones interpersonales, llenas de interioridad, gratuidad y espíritu de oblación. Entre estas, es fundamental la que se realiza en la familia: no sólo en las relaciones entre los esposos, sino también entre ellos y sus hijos».
Y añadió con el vigor y la penetración acostumbrados: «Toda la gran red de las relaciones humanas nace y se regenera continuamente a partir de la relación con la cual un hombre y una mujer se reconocen hechos el uno para el otro, y deciden unir sus existencias en un único proyecto de vida».
Todas las relaciones. No sólo las del propio hogar, sino también —aunque no alcancemos a advertirlo, y aunque el proceso que lleve a ello sea largo y nunca definitivo— las que componen esa prolongación de la familia: el propio país y la entera Humanidad.
Todo ello depende del acrisolamiento del amor conyugal; de lo que hagan con su cariño los esposos. Pero, por desgracia, el matrimonio no goza en nuestro tiempo de la buena salud que sería de desear.
Considero, por tanto, que la principal misión de los orientadores consiste en hacer eco a la exhortación de la Familiaris consortio: «Familia, ¡sé lo que eres!»; y en traducirla en esta otra más concreta y exigente, dirigida a cada cónyuge: «¡sé tú el que eres!, y consigue, mediante una purificación de tu amor, hacer de tu matrimonio lo que por naturaleza está llamado a ser». http://es.catholic.net/familiayvida/485/1057/articulo.php?id=2416 Es la forma más rápida, eficaz y asequible, de contribuir a la felicidad de todos los hombres.